El amor que nació de una bufanda

El amor que nació de una bufanda

Todo hombre, creo, merece regresar a donde se guardan sus recuerdos formativos.

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Resumen Automático

10/08/2025 00:02
Fuente: Prensa Libre 

Inquieto y vagabundo, pasaba las tardes viendo qué hacer. Un pícaro atrevido, cuando no estaba en horas de escuela, ejercía la niñez sin pedir permiso a nadie. Giraba la década setenta a la ochenta, y una alineación de estrellas me llevó a un tiempo, un momento, que puso adentro un ingrediente que jamás se esfumó. Niño chapín, de pelo negro y baja estatura, andaba metido entre jardines extendidos de una universidad inglesa. Ahí, entre prados y colinas estaba la casa que —no sé cómo— consiguió papá para nosotros. Nos llevó mientras hizo su posgrado en antropología. En mi inocencia, lo tomé como un ticket abierto para deambular y conocer, experimentar y sumergirme de lleno en otro mundo. Eran años formativos. Una parte de mi corazón se forjó en ese lugar.

Todo hombre, creo, merece regresar a donde se guardan sus recuerdos formativos.

Mr. Mann era el vecino que vivía a la derecha. Nuestras casas las separaban largos céspedes y verduras, con unos cuantos árboles frutales. En el lado nuestro, se daban manzanas verdes, que yo comía como si fueran manías o pistachos o semillas de marañón. Del lado de Mr. Mann había solo había un peral. Creo que ni tanto fue que me gustara su sabor; pero tal vez cansado de tanta manzana, o cuando la picardía se encendía, corría a donde el viejo vecino, y pillaba una de sus peras apreciadas. Tras intentos infructuosos de reprimir con ley inquisitiva, un día me invitó a su casa, y tocó mi amistad mostrando sus tesoros y antologías. Salí de ahí feliz con tres regalos que me hizo: Un avión y un barco de guerra, de su colección de modelismo. El tercero, una bufanda, que germinó en un afecto, vivo todavía hoy.

De lanas gruesas, blancas, rojas y negras, es la bufanda que todavía guardo en un cajón. En grande dice “Wembley Wizards”, los “magos del Estadio Wembley”. Dibujadas tiene una copa y el escudo antiguo del equipo de fútbol, Manchester United. No vivíamos en esa ciudad, ni siquiera por su región. Pero cuando al cuello me colgó él esa prenda, transmitida recibí una de las tradiciones más grandiosas del deporte. Los sigo desde entonces, de cerca y con pasión.

Nunca regresé a esos lugares de la campiña inglesa. Los vaivenes de la vida y quizás por ahí algún bloqueo, recurrente e inconsciente, me fueron postergando un reencuentro que se iba haciendo cada vez más necesario. Uno que, por fin, cumpliré en unas semanas por venir. Conoceré un Londres que visité solo cuando mis ojos eran los de un niño. Pasaremos un día a Manchester y ahora busco las entradas para presenciar un partido en su estadio de leyendas, en su Teatro de los Sueños. Por último me animaré a ir de vuelta a esa cuna de mi vida. A un pueblo medieval que se llama Durham, ya llegando a cercanías con la frontera con Escocia. A un sitio cuyas cuadras reviso aún con precisión en lugares sagrados de la memoria. A un lugar que seguro es poca gente la que comprende el porqué es que tanto me recuerdo de él.

En los ojos de aquel niño, he pensado en mi regreso con idilio exagerado. Pero no todas las puertas están abiertas como esperé. Escribí a mi escuela, para anunciarles que visitaría. La respuesta fue un no cerrado, por motivos de seguridad. Pensé: “tal vez su embajada en Guatemala me ayude”. Pero una voz de pocos amigos contestó el teléfono y me colgó sin escuchar. Los tiempos han cambiado. La seguridad es menester. Pero todo hombre, creo, merece regresar a donde se guardan sus recuerdos formativos. Y encontrar amistad, en un mundo de fronteras, de miedos paradigmas. Solo quiero regresar a ver los árboles manzanos; ver el columpio donde hacía el recreo. Llegar al graderío y ponerme la bufanda. Y gritar en coro unísono, junto con los demás: ¡United, United!