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Entre la bruma: la historia del niño que vio a la Siguanaba
Un frío estremecedor me recorrió todo el cuerpo, los pelos de mis brazos se erizaron y escuché un susurro; no sabía que era la Siguanaba. Siga leyendo esta historia de terror enviada por un lector de Prensa Libre.
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Del 28 al 31 de octubre lo invitamos a leer una selección de las historias de terror que compartieron algunos de los lectores que respondieron a esta convocatoria que hizo Prensa Libre a través de sus distintas plataformas. Entre estas, se elegirán cuatro para publicar en la Revista D del domingo 23 de noviembre.
Cuando era niño, vivía en Quetzaltepeque, Chiquimula, en una casita de adobe en las faldas del volcán. Mi mamá me levantaba antes de que cantara el gallo para ir a traer chuptes y leña para el fuego. A esa hora el aire era tan frío que me despertaba de un brinco; el piedrín del suelo estaba mojado y, con el sonido “tap, tap” de mis zapatos, crujía con cada paso.
Yo me iba con un saco al hombro, observando las grandes rocas de color rojo, y solo escuchaba el sonido del cauce del río Grande, como si arrastrara algo pesado. Los abuelos decían que en ese río, los antiguos ancestros le cortaban el cuello a un chompipe como sacrificio para la gran serpiente que vivía debajo del agua. “Por eso el río a veces se pone rojo”, contaban.
Recogí una rama caída, subí a un árbol y empecé a sacudirlo, trepando poco a poco. Los chuptes caían al suelo con un golpe seco.
“Pum, pum”, sonaban al caer. Un rayo de luz reflejó en mis ojos. El sol intentaba salir: era hora de regresar a casa. Pensé, con alegría, que mi mamá se pondría contenta con todo lo que llevaba.
Bajé poco a poco de las ramas y empecé a recoger, con orgullo, lo que había juntado. Pero, de repente, sentí un frío estremecedor que me recorrió todo el cuerpo. Los pelos de mis brazos se erizaron y escuché un susurro. Me detuve. Volteé despacio… y mis ojos quedaron abiertos del susto.
Allí estaba, entre la bruma: una mujer alta, delgada hasta los huesos, con un vestido negro, cabello largo y extenso que le tapaba la cara. Tenía unas uñas tan largas y negras que parecían garras.
—¿Estás solo, niño? —me dijo con una voz chillona.
Yo no podía moverme. Sentía las piernas duras, pesadas, y apenas respiraba. Ella levantó un dedo pálido, huesudo, y volvió a decir:
—¿Estás solo, niño?
Dejé caer el saco con todo lo que había juntado y salí corriendo. Sentía que la voz me seguía, cada vez más cerca, repitiendo lo mismo. Corrí entre los árboles hasta que llegué al río y me escondí entre las piedras rojas. Desde ahí la vi: parada, toda de negro, sin verle la cara, señalándome… y, entre la neblina, desapareció.
Cuando llegué al pueblo, todos me vieron pálido, temblando, con voz entrecortada. Los vecinos salieron a ver qué pasaba y dijeron:
—Viste a la Siguanaba, patojo… y de milagro no te llevó.