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¿A mí qué me importa? Un espejo incómodo de la cultura guatemalteca
Cultura cívica en crisis. La idiosincrasia guatemalteca nos está haciendo mucho daño.
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Cuando algo no funciona en Guatemala, casi siempre miramos hacia arriba: los políticos, el Congreso, la corrupción. Pero pocas veces volteamos a ver hacia los costados, y mucho menos hacia dentro. ¿Y si parte del problema está también en nosotros, en esa forma de ser que hemos normalizado? Esa mezcla de desconfianza, apatía y viveza que solemos llamar “el modo chapín”.
La desconfianza, el individualismo y la resignación no solo son consecuencias de nuestra historia, sino barreras culturales que impiden el cambio. ¿Podemos transformarlas desde dentro?
Expresiones como “cada uno por su lado”, “que se friegue el otro” o “mejor no me meto”, “mejor solo que mal acompañado”, o “si no me afecta, ¿para qué me meto?”, resumen un patrón mental que, aunque entendible por nuestra historia, hoy actúa como una trampa invisible. Nos limita, nos fragmenta y nos impide imaginar una Guatemala distinta.
No es casualidad. Esta forma de pensar es producto de un pasado marcado por el autoritarismo, la represión y el abandono estatal. Resultado de siglos de exclusión, desde la Colonia hasta el conflicto armado, en donde confiar fue peligroso, y lo mejor es pasar desapercibido. Y cuando el Estado ha sido ausente o injusto, cuando las leyes se aplican según el apellido o la mordida, muchos aprenden a “resolver” como pueden; muchas comunidades aprendieron a resolver como pudieron, a sobrevivir en solitario. Lo que comenzó como una defensa legítima ante el abuso, terminó normalizándose como actitud ante la vida.
El problema es que hoy esa misma lógica nos está pasando la factura. Esta estrategia de supervivencia nos mantiene atrapados. La corrupción no solo vive en las élites políticas. También está en el que se cuela en la fila, en el que cobra sin trabajar, en el que compra impunidad, el que paga un soborno para un trámite. Y todo se justifica con frases como “todos lo hacen” o “¿yo qué gano con hacer las cosas bien?”.
Este clima de desconfianza, la cultura del “sálvese quien pueda” frena la organización comunitaria, dificulta el trabajo colectivo y erosiona la esperanza. Los intentos de cambio colectivo chocan con un muro de apatía. Muchos ya no creen que se pueda cambiar nada, que “así ha sido siempre”, y prefieren seguir “viendo qué sacan” mientras puedan. Así, el país entero camina dividido, cada uno con lo suyo, sin visión común. Y sin darnos cuenta, terminamos siendo cómplices del sistema que tanto criticamos.
¿Es posible cambiar esto? Yo creo que sí. Pero no desde la imposición, sino desde la resignificación. Pues también hay otra cara de la moneda. Guatemala es un país de ingenio, de creatividad para salir adelante, de solidaridad silenciosa en los momentos difíciles. Esos valores también están ahí, esperando ser convocados. Las comunidades rurales, las cooperativas, los movimientos estudiantiles y ambientales demuestran que cuando se recupera la confianza, es posible construir.
Transformar nuestra cultura no significa renegar de lo que somos, sino aprender a usar lo que tenemos para algo mejor. Empezar por cuestionarnos, por actuar diferente, aunque el resto no lo haga, por construir confianza, aunque parezca lento. Porque el país que soñamos no se hará solo con leyes o presidentes, sino con una ciudadanía que despierte del “a mí qué me importa” y empiece a decir: “Esto también es mi responsabilidad”.
Cambiar la forma en que pensamos y nos relacionamos como sociedad es un proceso largo, pero urgente. No basta con nuevos gobiernos o nuevas leyes si seguimos siendo los mismos ciudadanos indiferentes. Guatemala no cambiará cuando los políticos lo decidan —aunque ayudaría mucho—, sino cuando dejemos de repetir: “¿A mí qué me importa?”, y nos involucramos en la solución de los problemas, empezando en nuestra propia vecindad y luego con el país.