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Cuando el cargo no ennoblece
No se vale que los objetivos personales impliquen aprovecharse de lo público o de un cargo.
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Hoy, la política ha perdido su “para qué”. Quienes son electos a cargos populares llegan al Congreso o a la presidencia, no por vocación de servicio, sino por ambición personal. Para tener inmunidad o, incluso, para tener privilegios. No es casualidad. Es consecuencia de un sistema político sin incentivos para la virtud, de una ciudadanía que ignora o no conoce los estándares que se deben exigir a quienes elige y de liderazgos engañosos.
En El Príncipe, de Maquiavelo, el autor dice que los hombres “son ingratos, volubles, hipócritas, falsos, temerosos del peligro y ávidos de ganancias; y mientras les favoreces, son todo tuyos, te ofrecen su sangre, sus bienes, la vida e incluso los hijos mientras no los necesitas; pero, cuando llega el momento, te dan la espalda”. Al dimensionar la concepción de la maldad de las personas, según Maquiavelo, no podemos obviar pensar que esto bien puede aplicar a muchos políticos. Sino es que a la mayoría. En época de campaña ofrecen de todo, las promesas parecen no tener fin, y una vez llegan al poder, nada.
¿Por qué? Muchos llegan al Congreso, por ejemplo, con la expectativa de estar en la mesa donde se reparten las cosas, ya sea poder, dinero o influencia. Por eso, el poder se ha convertido en un fin en sí mismo, no en un medio para construir. Olvídense de fortalecer instituciones, representar a la ciudadanía o servirle a ella porque la motivación real de los políticos no está ahí. Así, la política se vuelve atractiva para personajes sin grandeza que no tienen preparación, principios, ni visión de Estado.
El cargo no ennoblece a la persona, es la persona virtuosa la que ennoblece el cargo que ocupa.
Hoy en día aparecen tantos políticos vacíos porque la política se redujo a marketing electoral y a lealtades puramente transaccionales. Por un lado, se juzga más la habilidad de volverse viral en redes sociales que de presentar una buena iniciativa de ley. Por otro lado, los partidos políticos se convirtieron en franquicias, en máquinas electorales, y los ciudadanos que no participan de ellos se quedan marginados. Los partidos políticos ya no cumplen con una función de ser escuelas de civismo. En lugar de formar líderes con principios, se transformaron en máquinas cuyo único objetivo es llegar al poder, no servir desde el poder. Si a esto le sumamos la resignación ciudadana de que “todos son iguales”, el conformismo colectivo se vuelve el ingrediente perfecto para que los oportunistas se multipliquen y los estadistas se extingan.
Por eso, la política no debería ser atractiva por los supuestos beneficios o privilegios que da, debe ser codiciada por lo que demanda: capacidad, sacrificio, sentido de servicio y honestidad. Vale la pena, quizá, regresar a la génesis de todo y recordarnos de que las repúblicas se sostienen sobre una piedra angular (por lo tanto, indispensable), que es la virtud cívica.
Ya nos hemos dado cuenta de que el cargo no ennoblece a la persona, es la persona virtuosa la que ennoblece el cargo que ocupa. La concepción de llegar al poder por intereses personales o conveniencia está más que gastada. Y si lo vemos sin romanticismo, como lo hacía James Buchanan, entenderíamos que sí, los políticos, al igual que cualquier otra persona, actúan motivados por su interés legítimo de objetivos personales. No obstante, no se vale que los objetivos personales impliquen aprovecharse de lo público o un cargo. Si alguien quiere enriquecerse, que lo haga privadamente, para eso está el mercado y los negocios legítimos. Pero la motivación de servirse del poder, en lugar de servir desde él es algo que debemos borrar de la concepción de política en este país, si realmente queremos ver mejores representantes.