Cristianos de nombre

Cristianos de nombre

No se trata de imponer creencias, sino de vivir con coherencia los valores del Evangelio.

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Resumen Automático

23/08/2025 00:03
Fuente: Prensa Libre 

Guatemala es un país con una marcada tradición cristiana. La mayoría de su población se identifica como creyente, y la fe impregna muchos aspectos de la vida cotidiana. Procesiones, invocaciones públicas del nombre de Dios y referencias constantes al cristianismo forman parte del paisaje cultural del país. Sin embargo, resulta llamativo que, a pesar de esa religiosidad tan extendida, el rostro social de Guatemala esté marcado por la pobreza, la corrupción y la violencia endémica que parece resistirse a toda transformación. Es lamentable constatar que, en muchos casos, la fe no logra traducirse en un cambio personal ni en una conversión social auténtica.

No se trata de imponer creencias, sino de vivir con coherencia los valores del Evangelio.

El Evangelio del próximo domingo es el de Lucas 13, 22-30. Jesús dice: “Esfuércense en entrar por la puerta estrecha” (Lc 13,24). Esta imagen revela que el camino cristiano no es cómodo y que la salvación no ocurre por inercia ni por costumbre. No basta con participar en ciertos ritos o haberse identificado culturalmente como creyente. Hay que esforzarse por entrar por la puerta. Y esa puerta es Cristo.

Uno de los grandes dramas de nuestro tiempo es que muchos han llegado a convencerse de que no hay una puerta. El hombre moderno ya no busca salvación, porque se ha acostumbrado a una existencia sin preguntas últimas y sin horizontes trascendentes. Para algunos la sola idea de una puerta que exige esfuerzo y conversión resulta ofensiva. Como advirtió Benedicto XVI, se ha ido consolidando “una dictadura del relativismo, que no reconoce nada como definitivo y que solo deja como última medida al propio yo y sus deseos”.

Detrás de este fenómeno se encuentra una profunda crisis de sentido: una confusión sobre quién es el ser humano y cuál su destino. Es una crisis antropológica en la que el hombre ya no se reconoce como criatura llamada a la comunión con Dios y con los demás. Encerrado en sí mismo, se convence de que puede construirse sin necesidad de redención. Y cuando desaparece la noción de pecado, también se pierde la conciencia de la necesidad de salvación. El resultado es un cristianismo formal, pero sin vida interior; una identidad culturalmente cristiana, pero sin conversión real.

Esta es precisamente la situación que se refleja en la vida pública del país. En en una sociedad donde la fe forma parte de la identidad colectiva, no es extraño que muchos funcionarios se presenten como cristianos. Sin embargo, la disonancia es evidente cuando, detrás de esas declaraciones, se constatan prácticas corruptas, decisiones injustas o falta de ética en el ejercicio del poder. Incluso se promueven leyes con trasfondo religioso, mientras los niveles de impunidad siguen creciendo. En el fondo no se quiere atravesar la puerta estrecha de la conversión. Decimos seguir a Cristo, pero evitamos el compromiso que ello implica. Y así, una fe sin esfuerzo ni transformación termina en pura apariencia.

Los líderes cristianos están llamados a ser testigos de una fe que no adorne sino que transforme. Es urgente formar conciencias y acompañar procesos de vida cristiana que integren lo personal, lo social y lo político. La fe no se reduce al ámbito íntimo; debe impregnar toda la vida del creyente, incluida su responsabilidad pública. No se trata de imponer creencias, sino de vivir con coherencia los valores del Evangelio: justicia, honestidad, servicio al bien común.

Por ahora la puerta sigue abierta. Cristo no excluye a nadie, pero pide esfuerzo y fidelidad. La verdadera fe no se mide por las palabras que se repiten ni por los gestos que se heredan, sino por el testimonio de una vida transformada.