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Una mirada al alma del gran sueño americano
EE. UU. aún manda. Mueve mercados, impone narrativas y define agendas. No hay forma de ignorarlo. Su poder ha cambiado de forma, pero no de impacto.
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Cada 4 de julio, el mundo entero mira hacia Estados Unidos. No solo para recordar la firma de su Declaración de Independencia, sino para reconocer —con admiración o con crítica— la influencia global que esta nación ha ejercido durante casi dos siglos y medio. Estados Unidos no es solo un país más; es una fuerza histórica, una narrativa, un espejo que refleja las aspiraciones, temores y contradicciones del mundo moderno. Es la prueba viviente de que, cuando un pueblo se levanta con determinación, puede reescribir la historia con su propia voz.
El 4 de julio no solo marca la independencia de Estados Unidos, sino la persistencia de su influencia global.
Nacido de un acto de rebeldía contra el absolutismo, el experimento estadounidense apostó desde el inicio por una fórmula audaz, libertad individual, gobierno representativo y búsqueda incesante del progreso. Esa combinación, imperfecta pero poderosa, le permitió superar guerras, depresiones, divisiones internas y desafíos globales. Reinventándose, sin perder su núcleo fundacional: cada individuo tiene el poder de cambiar su destino.
Con el tiempo, esa visión trascendió sus fronteras. Estados Unidos no se limitó a ejercer poder militar o económico. Impuso una forma de entender el mundo. Su cine moldeó imaginarios colectivos. Su música se volvió lenguaje universal. Su tecnología transformó la vida cotidiana. Sus universidades formaron líderes mundiales. Y su bandera, para bien o para mal, se volvió sinónimo de liderazgo, ambición y desafío.
Sin embargo, ser la mayor potencia del mundo también implica contradicción. EE. UU. ha sido, en distintos momentos, promotor de la democracia y actor de intervenciones cuestionadas; tierra de libertad y escenario de profundas desigualdades; defensor de derechos humanos y generador de conflictos internacionales. Esa dualidad no lo debilita, lo define. Porque es una nación en constante tensión consigo misma, donde el debate no cesa y donde las crisis no paralizan, sino que impulsan nuevas etapas.
En el plano internacional, EE. UU. sigue siendo la superpotencia hegemónica, imponente desde la economía del dólar y Wall Street hasta el liderazgo del Pentágono. Sus decisiones trazan rutas globales, desde políticas comerciales hasta defensa y tecnología. Ese poder —aunque hoy más disputado— continúa siendo el eje sobre el que gira buena parte del mundo. China y Rusia intentan desafiarlo, pero aún no logran reemplazarlo. Incluso en medio de un orden global cambiante, es Estados Unidos quien sigue marcando el ritmo. Su liderazgo moldea instituciones internacionales —como se evidenció en la Otán la semana pasada—.
En este contexto, Trump ha vuelto a ocupar el centro del escenario como el gran arquitecto de un nuevo rumbo para EE. UU. Su visión es clara y contundente, menos dependencia exterior, más fuerza interna. Frente a un mundo multipolar e incierto, ha consolidado un modelo basado en soberanía, poder económico y autoridad nacional. Aunque sus posturas siguen generando divisiones, lo cierto es que ha reposicionado a esa nación como una potencia que impone condiciones, no que las negocia. Su liderazgo representa una ruptura con las viejas recetas globalistas y una apuesta directa por los intereses estadounidenses, por encima de cualquier consenso internacional.
Hoy, este país sigue siendo una potencia que inspira y sacude al mundo. Es motor de innovación, cultura y libertad, pero también epicentro de controversias y decisiones que reconfiguran el orden global. Su hegemonía persiste, aunque adopta nuevas formas. Y, en este nuevo rumbo, Donald Trump no es solo un presidente, es el símbolo de una nación. Estados Unidos aún manda. Mueve mercados, impone narrativas y define agendas. No hay forma de ignorarlo. Su poder ha cambiado de forma, pero no de impacto.