TGW
Guatevision
DCA
Prensa Libre
Canal Antigua
La Hora
Sonora
Al Día
Emisoras Unidas
AGN

La familia: el primer y más importante salón de clases
El mejor algoritmo no puede enseñarle a un niño lo que significa la solidaridad.
Enlace generado
Resumen Automático
La tecnología, las redes, los algoritmos y los modelos educativos modernos han transformado la manera en que los niños y jóvenes aprenden. En un mundo donde las pantallas dominan una gran parte de la vida cotidiana, resulta inevitable hablar de cómo la tecnología ha transformado la forma en que educamos a nuestros niños. Desde aplicaciones educativas hasta aulas virtuales, pasando por la inteligencia artificial que resuelve dudas en segundos, la educación ha dado un salto inmenso en cuanto a acceso, dinamismo, alcance y facilidad de uso. La pandemia, además, aceleró una transformación digital en la enseñanza que probablemente nos habría tomado décadas en circunstancias normales.
El mejor algoritmo no puede enseñarle a un niño lo que significa la solidaridad.
Pero en medio de todo este cambio, hay un pilar que no puede ceder ni tambalear en la formación: la familia. La familia, en su forma más amplia y amorosa, sigue siendo, y debe seguir siendo, el primer y más importante salón de clases.
La educación comienza en casa. No me refiero únicamente a aprender a leer o a sumar, sino a algo más profundo: los valores. La honestidad, la empatía, la responsabilidad, el respeto, la gratitud, la capacidad de reconocer el error y pedir perdón. Estas no son materias que se enseñan con libros de texto ni se aprenden al descargar una aplicación. Se viven. Se modelan. Y, en eso, la familia no puede delegar.
En la carrera por encontrar la mejor escuela, el mejor sistema, el enfoque pedagógico más “innovador”, algunos padres han comenzado a ceder territorio: permiten que otros definan los valores de sus hijos, asumen que las instituciones educativas deben formar no solo el intelecto, sino también la conciencia moral. Y ahí radica el riesgo.
Los colegios pueden reforzar valores, pero nunca deben suplantar la brújula moral que nace en casa. Cuando la familia abdica de su rol formador, otros, muchas veces con ideologías ajenas o incluso contradictorias a las creencias del hogar, llenan ese vacío. Y lo hacen con fuerza, con recursos, y con una narrativa que parece más “progresista” o más “tolerante”, pero que muchas veces está vacía de raíces y de sentido.
Educar no es controlar, pero sí guiar. No se trata de imponer, sino de sembrar con coherencia. Un padre que exige respeto debe demostrarlo. Una madre que quiere hijos responsables no puede justificar el descuido. Los valores no se enseñan con discursos, se transmiten con el ejemplo. Unos valores sólidos formados en casa no se derrumban ante el ruido o presión externa, sino que por el contrario, generan capacidad de discernimiento entre lo correcto y lo incorrecto, aun cuando se escuchen perspectivas diferentes en la escuela u otros círculos de interacción.
Por eso, en un mundo que clama por referentes, la familia debe reafirmar su lugar. Ser faro. Ser ancla. Ser roca. Ser escuela. Si dejamos que otros dicten qué es lo bueno, lo justo, lo importante, habremos perdido no solo la batalla educativa, sino la social y espiritual.
El futuro no está en manos de las escuelas, ni de las redes, ni de los influencers. El mejor algoritmo no puede enseñarle a un niño lo que significa la solidaridad, la humildad o el respeto por el otro. Está en el comedor de casa, en la sobremesa, en los abrazos, en los límites, en los “te amo” y en los “no” que enseñan más que mil discursos.
Reivindiquemos la familia. Reivindiquemos nuestro rol como primeros educadores. Porque si no lo hacemos nosotros, alguien más lo hará. Y no siempre con los valores que queremos para nuestros hijos.