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Los buenos maestros escriben futuros
Los educadores auténticos se definen ante todo por la coherencia de enseñanzas y acciones.
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El 25 de junio de 1944 falleció la maestra María Chinchilla a causa de la intolerancia, el despotismo y el ansia de retener un poder caduco, materializados en fuerzas policiales de la dictadura del general Jorge Ubico, que dispararon indiscriminadamente contra un grupo de ciudadanos desarmados en la Sexta Avenida que, vestidos de negro, reclamaban libertad, justicia y dignidad. Paradójicamente, 81 años después, son unos 300 mil estudiantes las víctimas de la intolerancia, el despotismo y el ansia caduca de poder; tal cifra de alumnos está sin recibir clases debido a las pretensiones y prepotencias de un personaje desfasado que quiere seguir dictando arbitrariedades sobre la educación guatemalteca.
Y es que los buenos maestros, los verdaderos docentes, los educadores auténticos, se definen ante todo por la coherencia de enseñanzas y acciones, por anteponer el mejor interés de la niñez y juventud, así como por su espíritu crítico. Resulta lamentable escuchar peroratas obtusas, leídas por presuntos maestros, en la Plaza de la Constitución, debajo de íconos de un saboteador que finalmente fue derrotado por sus propias necedades e intransigencias.
Es una minoría del sector magisterial la que sigue demandando la firma de un pacto colectivo lesivo, a ciegas, a oscuras y a espaldas del pueblo. El verdadero maestro siempre impulsa la innovación, la creatividad, la reinvención. Ante las carencias y desafíos del sistema educativo —que las hay y muchas— se las ingenian para poder proseguir con el apostolado que adoptaron como profesión y misión. Los holgantes de la plaza harían mejor en seguir sirviendo a sus aulas y comunidades, pero para muchos de ellos ya están cerradas las puertas de escuelas, porque padres y vecinos no los quieren de vuelta.
El auténtico maestro sigue aprendiendo, junto con sus estudiantes, pero también preparándose en nuevos paradigmas, nuevas tecnologías y abordajes, sin perder la esencia de su trabajo: la presencia inspiradora, compartir su tiempo, su voz, su paciencia con los ciudadanos del mañana. Escuchan, orientan, protegen. El trabajo no es fácil, pero tampoco se hace solo por mantener una plaza, porque la Nación necesita de personas competitivas para un mañana que se escribe aceleradamente.
Reconocemos y elogiamos tantos esfuerzos visionarios de maestros que se las ingenian para ayudar a los estudiantes menos aventajados, para diseñar estrategias pedagógicas que integran lo digital sin perder de vista efectivos modelos, como el método socrático. En efecto, el llamado pacto colectivo no debería ser un prontuario de privilegios, sino un mutuo acuerdo público de esfuerzos y reconocimientos, de objetivos concretos y rúbricas de evaluación de desempeño. Demasiado tiempo bajo la misma férula de un bravucón ha pervertido un movimiento que debería evocar la dignidad y altos ideales de aquel 1944.
El auténtico maestro reclama mejores instalaciones, equipo y materiales didácticos para su escuela, pero sin que la retórica resentida le maniate ni le obligue a ausentarse del sitio donde más se le necesita. El buen docente resuelve conflictos, no los acicatea; es un guardián de grandes sueños, no un pretoriano obediente a una agenda opaca. Pero, sobre todo, el Maestro, así con mayúscula y dignidad total, es portador de valores que se hacen vida, son partícipes de la construcción de la historia viva de su país, que tiene rostro de niño o de niña. Reconocemos y elogiamos el legado de los buenos maestros. La educación siempre debe ser transformadora de futuros y no transformarse en rehén de gavillas convenencieras.