Tyler Robinson y los muchachos perdidos de América

Tyler Robinson y los muchachos perdidos de América

La correlación entre adicción digital y descalabro psicológico ya es una tendencia perturbadora.

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Resumen Automático

16/09/2025 00:04
Fuente: Prensa Libre 

No es difícil entender por qué jóvenes que se pasan dentro de un cuarto oscuro, o en un sótano metidos dentro de su mundo digital con audífonos, separados de sus padres y amigos la mayor parte de su vida diaria, terminan perdiendo la brújula.

Difícil aceptar la muerte de un icono como Charlie Kirk en manos de un joven enajenado.

Allí, en la soledad metidos entre pantallas y algoritmos, sus personajes les generan ansiedades, resentimientos, fantasías de grandeza y de venganza que en casos extremos se transforman en violencia. Esta reflexión surge a partir de una columna publicada en el Wall Street Journal por Allizia Finley, donde se analiza el caso de Tyler Robinson y lo que ella denomina la generación de lost boys, los muchachos perdidos de América.

La tragedia de Robinson, acusado de asesinar a Charlie Kirk, no es una anomalía aislada. Representa un espejo perturbador de lo que ocurre con miles de jóvenes estadounidenses. Provenía de una familia de clase media, obtuvo beca universitaria y destacó en la secundaria. Sin embargo, un descalabro psicológico lo llevó a abandonar la universidad. En lugar de hacer amigos o desarrollar una identidad madura en el mundo real, se sumergió en la fantasía digital, entre videojuegos, foros anónimos y comunidades virtuales donde proliferan el odio corrosivo, los memes oscuros y las ideologías trasnochadas. Sus balas llevaban inscripciones de chistes de internet, letras de canciones antifascistas y referencias a un videojuego satírico, una mezcla oscura que evidencia un extravío mental.

El fenómeno es global. Los videojuegos se han convertido en un refugio y en una adicción en múltiples países, pero en Estados Unidos su efecto parece más devastador. Allí confluyen toda una cultura a las armas, el fácil acceso a ellas y el aislamiento juvenil para crear una tormenta perfecta. Existe además una correlación inquietante: varios de los últimos casos de asesinos jóvenes —desde Thomas Crooks hasta Luigi Mangione— tenían como denominador común largas horas de juego y participación activa en comunidades digitales. No se puede afirmar que un videojuego convierta a alguien en asesino, pero sí que agrava un terreno fértil de fragilidad psicológica y soledad.

Los psicólogos advierten que estos juegos cada vez más realistas no solo aíslan, también insensibilizan. ¿Acaso no se produce una descarga de serotonina o dopamina cada vez que un jugador “mata” a un personaje que se ve y actúa como humano? La recompensa inmediata refuerza la acción y normaliza el acto de disparar. Lo que en otro tiempo era caricatura, hoy se aproxima a la simulación perfecta, y el joven termina habituado a la violencia virtual mientras pierde sensibilidad frente a la real.

Nuestra generación no tuvo acceso a internet en la juventud. Jugábamos en las calles del barrio, nos reuníamos en las canchas, y los grupos del colegio eran espacios de contacto cara a cara donde se aprendía a convivir, a resolver conflictos y a reír con otros sin filtros digitales. Esa experiencia ya no existe para muchos jóvenes, que prefieren esconderse detrás de una pantalla.

Los casos recientes de violencia —de Robinson a Crooks— muestran que, en contextos de soledad y crisis mental, el mundo digital puede ser un fenómeno peligroso. No se trata de demonizar los videojuegos, pero sí de reconocer que operan como un narcótico cultural que en lugar de paliar la soledad, profundiza la sicosis existencial.

Los muchachos perdidos de América no necesitan sermones ni prohibiciones. Necesitan presencia, vínculos reales de familia y adultos que los acompañen en el tránsito a la madurez. Si no se atiende esta fractura cultural, historias como la de Tyler Robinson seguirán repitiéndose con consecuencias trágicas.

Difícil aceptar la muerte de un icono como Charlie Kirk en manos de este joven enajenado.