Ecos de Morazán

Ecos de Morazán

Los momentos de esperanza no garantizan futuros mejores, solo los anuncian.

Enlace generado

Resumen Automático

06/09/2025 00:00
Fuente: Prensa Libre 

Durante años, Guatemala se acostumbró a la impunidad. Las mismas familias controlaban el comercio, la política, los jueces y hasta las conciencias. Nadie podía investigarlos. Eran el poder detrás del poder. Cuando robaban, lo hacían en nombre del orden. Cuando encarcelaban, era para silenciar. Y cuando hablaban de Dios era para blindarse.

Antes de la Cicig, otro extranjero encendió la misma chispa incómoda.

Entonces llegó él. No era de aquí pero también hablaba la lengua del hartazgo y la esperanza rota. Su presencia no fue militar al principio; fue una idea, un soplo de aire fresco. Un proyecto de ley. Una alianza con sectores cansados de tanta corrupción. Su objetivo era claro, desmantelar estructuras paralelas de poder. No vino a gobernar, sino a ayudar a quienes sí tenían la tarea de investigar y procesar legalmente a los responsables de décadas de abuso.

Y lo logró. Poco a poco cayó uno y luego otro. Jueces, antes temerosos, comenzaron a dictar sentencias valientes. La prensa, por un momento, dejó de temer. Y el pueblo, ese pueblo al que le decían que no entendía de política, salió a las calles a aplaudir lo que parecía un milagro, que los intocables por fin respondieran ante la ley.

Pero no tardó la reacción. Los mismos que antes habían callado ahora gritaban “¡intervención extranjera!”, “¡violación a la soberanía!”. Se organizaron. Compraron medios. Presionaron a aliados. Y poco a poco el visitante se volvió incómodo. Les resultó molesto y sospechoso. Lo acusaron de tener agenda propia, de querer destruir las “tradiciones”. Le cerraron puertas, lo tildaron de invasor y finalmente lo expulsaron.

Hoy muchos recuerdan su paso con nostalgia y otros, con rabia. Lo cierto es que durante un breve momento en la historia pareció posible que la justicia en Guatemala no fuera solo una palabra.

¿Le suena familiar? Quizá pensó que hablábamos de la Cicig. Pero no. El hombre del que hablamos fue Francisco Morazán, un general hondureño que en 1829 llegó a Guatemala con un sueño liberal, acabar con el poder oligárquico de los Aycinena y su alianza con la iglesia conservadora. Su “intervención” no fue armada solamente; fue política e ideológica. Su gobierno provisional desmontó privilegios, expulsó órdenes religiosas que controlaban la educación y las tierras, y trató de fundar una república de ciudadanos, no de castas.

Morazán fue en su tiempo lo que la Cicig fue para el nuestro, fue una anomalía esperanzadora. Y como la Cicig, fue bienvenido por quienes anhelaban un país moderno, pero denostado por los que no estaban dispuestos a soltar el poder. Él no vino a quitarle el alma a Guatemala. La Cicig tampoco. Ninguno impuso un proyecto ajeno. Ambos solo encendieron una luz donde hacía falta. Lo que hicimos con esa luz, eso sí fue completamente decisión nuestra.

La historia no se repite, pero a veces insiste. Y cuando lo hace no es solo para castigar nuestra desmemoria, sino para ofrecernos otra oportunidad de no cometer los mismos errores. Porque la democracia no es un trofeo que se conquista y se guarda para siempre. No es una estatua de bronce que resiste intacta el paso del tiempo. Es más bien un jardín público que necesita mantenimiento constante. Porque si no se cuida, pronto lo cubren las malezas de la corrupción y del miedo.

Los momentos de esperanza no garantizan futuros mejores, solo los anuncian. El resto depende de la voluntad colectiva de defender lo que apenas comienza a brotar. Y es en esa lucha que no acaba, de luces breves y de sombras largas, que se encuentra no solo nuestro dolor, sino también nuestra dignidad como pueblo. Porque la independencia no se hereda, se cultiva una y otra vez.