TGW
Guatevision
DCA
Prensa Libre
Canal Antigua
La Hora
Sonora
Al Día
Emisoras Unidas
AGN

Nunca temas, Guatemala
Nunca una tormenta es para siempre.
Enlace generado
Resumen Automático
Cuando Diego Luna nos anotó ese segundo gol en la semifinal de la Copa de Oro, como tantos, volteé a ver el reloj y me lamenté a mí mismo: “¡madres! —pensé— ¡todo lo que nos queda por sufrir!”. Total, iba tan solo el minuto 15 del partido y ya dos goles sellaban lo que en ese momento era una avalancha gringa que no mostraba ánimo de descansar. Lo que mirábamos era nuestra peor pesadilla. Parecía como si cada vez que uno de ellos tomaba la pelota, la podría poner en nueva situación de peligro y acertar otro dardo a nuestro corazón guatemalteco. Sentí temor. Confieso que por un momento tuve pensamientos catastróficos. “¿Acaso nos dejarán 10 a cero?”… “Esto, ¿quién lo detiene?” Estaba viendo el partido en pantallas gigantes de un recinto, donde el silencio del público me hacía pensar que en ese pánico que sentía no estaba del todo solo. Cuando Diego Luna nos anotó ese segundo gol, su alegría, burlona, en nuestras caras, de golpe me hizo regresar del sueño del que por un momento me había permitido ilusionar.
Fue quizás ahí cuando las ideas fatalistas me empezaron a llegar en forma de inútiles racionalizaciones. “…Pero si ellos, semejante potencia, y nosotros tan pequeños…”. “¿…A quién se le ocurrió que podríamos competir a este nivel?…” La dimensión de las diferencias se hizo de pronto más evidente. Nos quedó ya solo ver lo que los once muchachos guatemaltecos podrían intentar hacer contra los 11 rivales en el campo.
Gritaron el himno, no ocultaron banderas.
Pero pasaron los minutos y lo que llegó fue una cancha nivelada. La contundencia aquella con la que nos golpeaban y arrastraban dejó de existir. Entró una calma que nos recuerda que nunca una tormenta es para siempre. La selección nacional, de pronto, lució más ordenada, compacta y mentalizada. Seguido, como lluvia sobre su área, empezaron a caer los pases que caracterizan a nuestro dinámico equipo. Una competencia nivelada.
Es difícil ignorarla, cuando la asimetría entre dos países es tan grande. Pero el paisano en ese estadio nos enseñó que las diferencias entre EE. UU. y Guatemala, si bien enormes, tienen ahora matices. Uno de esos es que, con el tiempo, dejamos de ser tanto “ellos” y “nosotros”. Dos naciones ajenas se mezclaron. Aquel, con credo universal, nos acogió y ese día, en ese estadio, manifestaciones de eso fueron evidentes.
Hoy, algunos nos quieren separar. Y en ello, a veces se llega a creer que existen personas “mejores” y “peores” por el lugar donde nacieron. Por su nombre, su idioma o apariencia. Pero en esa cancha, cuatro con la camisa de la diagonal azul justo eran nacidos en esa tierra del norte. Otros, crecidos ahí, en sus escuelas, en sus academias. Y nuestro verdugo era un hijo de mexicanos. De repente, el “aquellos y nosotros” cobró ese matiz. Jugamos afuera, pero en esas gradas parecíamos en casa. Los nuestros, a pesar de la persecución, abarrotaron el lugar. Vimos carteles de originarios, desde Gualán hasta Soloma.
Gritaron el himno, no ocultaron banderas. Esta misma semana, miles de redadas son la pesadilla de millones. Cualquiera pensaría que contra semejante rival no hay esperanza. Al final no ganamos ese partido, pero quien terminó rogando por que terminara el tiempo fue la banca gringa. Y nos hace pensar que los paisanos en ese estadio nos dieron quizás una lección más grande: a no temer, a pesar de la adversidad.