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De la libertad a la barbarie
Una sociedad que cancela al que piensa distinto está destinada a la mediocridad; una que aprende a debatir puede aspirar a la grandeza.
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¿Qué tan inhumano se debe ser para alegrarse, incluso justificar, el asesinato de una persona? Esa pregunta ha estado merodeando en mi cabeza desde que vimos caer a Charlie Kirk, un activista estadounidense conservador, abatido cobardemente en plena conferencia universitaria en Utah. Un disparo perfecto en el cuello lo silenció mientras debatía con ideas y defendía sus valores, esas mismas ideas y valores que, aunque le duelan a algunos, deberían ser respondidos con argumentos, no con violencia. Lo impactante no es solo el hecho, sino la reacción de quienes celebraron la tragedia como si fuese una victoria política. Ese júbilo es una radiografía que expone lo peor de nuestra sociedad: la intolerancia mezquina convertida en tragedia.
“Callar al discrepante es siempre el primer paso hacia la barbarie”. Justo en eso nos hemos convertido como sociedad, en una barbarie que ya no se limita únicamente a agresiones físicas; empieza mucho antes. Empieza cuando se busca desacreditar al que piensa distinto, cuando lo reducen a un enemigo, cuando lo linchan en redes sociales. Allí desde la tibieza y el anonimato, desde el resentimiento y la incapacidad de debatir con argumentos sólidos, buscan acabar con la reputación, se destroza el honor de las personas, se acallan las voces disidentes. Y como parte de la cotidianidad, esa rutina de ataques viperinos y sin escrúpulos termina por parecernos normal, hasta que un día alguien cruza la línea y convierte la agresión en muerte.
Guatemala lo sabe. Aquí, los linchamientos sociales están a la orden del día: un comentario incómodo, una crítica, un llamado a la responsabilidad o evidenciar lo que se está haciendo mal basta para desatar la furia de las turbas virtuales motivadas por el fanatismo absurdo de querer imponer sus ideas, la mayoría de veces incluso impulsadas desde el poder público. No hay debate, solo condena. No hay razonamiento, solo ataques. Y aunque esas agresiones empiezan detrás de una pantalla, todos intuimos que pueden terminar en la calle. El paso del insulto a la violencia física es más corto de lo que nos gusta admitir.
Una república sin voces críticas se convierte lentamente en autoritarismo.
Lo preocupante es lo que viene después: la autocensura. Los ciudadanos empiezan a guardarse sus opiniones por miedo a ser atacados. Y en ese silencio se pierde algo más que la libertad individual: se pierde la posibilidad de construir un país basado en ideas, en debate, en verdades. Una república sin voces críticas se convierte lentamente en autoritarismo.
Pero hay otra cara de la moneda. El asesinato de Kirk también puede servir como recordatorio de lo valioso que es hablar, utilizar nuestra libertad de expresión y defenderla hoy más que nunca, incluso en medio de la hostilidad. Que alguien se atreva a decir lo que otros callan es, en sí mismo, un acto de valentía. Y mientras existan ciudadanos dispuestos a defender verdades objetivas —esas que no dependen de simpatías ni narrativas—, la república seguirá respirando.
La solución no está en gritar más fuerte que los intolerantes, sino en hablar con más claridad y firmeza. No se trata de responder odio con odio, sino de recordar que la verdad tiene un poder propio: incomoda, sacude, pero también libera. Callarla es ceder; defenderla es el primer paso para cambiar las cosas que están mal.
A esta hora de la historia, tenemos la oportunidad de hacer la diferencia: hacer que la verdad prevalezca a través de la defensa de la libertad. No replicar conductas y retroceder a los tiempos en los que callar a líderes era la norma. Debemos de apostar por el coraje de disentir. Una sociedad que cancela al que piensa distinto está destinada a la mediocridad; una que aprende a debatir puede aspirar a la grandeza.
Porque mientras haya quienes expresen sus ideas y se atrevan a decirlas en voz alta, la república y sus libertades seguirán vivas.