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Historia de terror: Noche de terror en la ruta RN 23
En mi bicicleta logré esquivar la enorme piedra que cayó del amate, pero luego apareció, sobre una de las tumbas del cementerio que está a la orilla de la carretera, un animal de ojos brillantes.
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Del 28 al 31 de octubre lo invitamos a leer una selección de las historias de terror que compartieron algunos de los lectores que respondieron a esta convocatoria que hizo Prensa Libre a través de sus distintas plataformas. Entre estas, se elegirán cuatro para publicar en la Revista D del domingo 23 de noviembre.
La siguiente historia sucedió una noche oscura de octubre, de hecho, por estas fechas. Yo estaba cursando la carrera de Derecho en el Centro Universitario de Jutiapa (JUSAC); iba en el sexto semestre, así que fue en el 2017. Para poder estudiar, tenía que viajar ocho kilómetros de ida y vuelta desde la aldea El Jícaro Grande. Todas las noches pasaba frente al rastro, la morgue del Inacif, el cementerio nuevo y me adentraba en la aldea El Chiltepe, en una negrura tan cerrada como la boca de un lobo.
Pasando por El Chiltepe pude ver a un hombre robusto que cargaba en la espalda un rótulo muy pesado. Dado que no era algo común de ver, seguí más rápido. Avancé como rayo por la aldea Trancas II hacia Trancas I. Cerca del final de Trancas I hay una bajada; al costado de dicho lugar viven unas mujeres que son tarotistas muy famosas. En la bajada hay un amate muy grande, y yo había escuchado historias de personas que fueron atacadas en ese sitio.
Un familiar de mi esposa fue golpeado con una piedra muy grande que cayó desde la copa del amate. Tuvieron que operarlo y colocarle una malla craneal, ya que los huesos de su cráneo se hicieron pedazos producto del traumatismo, y por poco no la cuenta. Estuvo en coma por un par de semanas. Una amiga que trabajaba en un restaurante también fue atacada allí. Logró evadir la piedra y solo se raspó una pierna cuando derrapó con su motocicleta.
En mi caso, bajé lo más pronto posible. Un instinto me indicó que algo venía cayendo del árbol. Como pude, tomé la bicicleta con ambas piernas y el manubrio con fuerza, y salté. Una tremenda piedra, del tamaño de una llanta, cayó en seco, quebrándose en la carretera. Seguí adelante y llegué al cementerio de El Jícaro Grande. Todo estaba en silencio. De pronto, entre las tumbas, vi pasear un pequeño animal de ojos muy brillantes, más grande que un gato, pero muy pequeño para ser un perro. Se paró en dos patas y me observó desde una de las tumbas expuestas, pues no hay muro. Hacía un sonido como un chillido extraño.
Yo no podía avanzar. Algo dentro de mí me obligaba a seguir viendo aquel pequeño y misterioso animalito, como un lémur. La palabra “lémur” significa fantasma, sombra, duende. Quise asustarlo lanzando piedras cerca de él, pero vi que se mimetizaba con las tumbas. Aquello no era normal. Me fui decidido, alejándome sin darle la espalda. No fuera a ganarme la aparición. Desde entonces, cada vez que paso por el cementerio, se me eriza la piel.