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Elucubraciones sobre la yuca
De la serie: Estoy harto de la política.
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La clase de yuca a la que me refiero no es la Manihot esculenta Crantz, el tubérculo aquel que se come en caldo, en rebanadas fritas o preparada en la receta más conocida: “chicharrón con yuca”. Más bien, quiero aludir a la yuca que tiene que ver con la vivencia de una mala experiencia. Con mis disculpas, porque el dicho, aunque suena un tanto vulgar, señala un defecto muy negativo de nuestra cultura que quisiera comentar a fondo. Me refiero al popular dicho: “Me metieron la yuca”.
En estos tiempos de lipidia moral, la palabra de honor y el apego a los principios éticos no abundan. Es la razón de que andemos tan desconfiados y paranoicos, temerosos de que “nos metan la yuca”… El derrumbe moral es de tal magnitud, que muchas veces sabemos que la “enyucada” viene de todos modos, y solo nos resignamos a que no sea “tanto”.
Se ha perdido gradualmente el orgullo de ser honesto. ¿Habrá alguien que le indica a la señorita del supermercado que le cobró de menos? ¿Habrá un servidor público que no abusa o un mandatario que no miente? ¿Habrá alguien que al encontrar una billetera repleta de dinero la devuelve? ¿Habrá alguien que deje una nota en el parabrisas del vehículo que involuntariamente dañó en el solitario estacionamiento?
Yo opino que sí. El problema es que el porcentaje de los “antiyuqueros” está bajando cada día. Los “yuqueros” se multiplican. La infame práctica se convierte en hábito y el hábito, en cultura. La cultura de los contravalores aumenta con la prédica del ejemplo de padres a hijos y la presión de los compañeros de estudio y de trabajo: “No seas baboso” —dicen los contaminados— “vos aprovechate”.
Los valores y las virtudes culturales cambian naciones.
Poco a poco un pecadillo deshonesto nos lleva a cometer otro mayor, hasta hacernos ciegos a los colores sólidos de los principios, e insanamente nos inclinamos a la ambigüedad de los tonos grises. Los grises de la media-mentira. Los grises de los actos de aquello poco prístino, claro e intachable. Los grises que generan ambiciones deshonestas. El precio inflado, la tarifa equivocada, el peso falso, la medida inexacta, la palabra mal empeñada, la deuda no honrada, el deber incumplido.
La “yuca-decadencia” es pecado mundial. En algunos países menos que en otros. Es lo que el sociólogo Francis Fukuyama, conocido y controversial autor, subraya en su obra titulada Confianza: Las Virtudes Sociales y La Creación de Prosperidad (1995) como algo que es determinante para el desarrollo de las sociedades y sus economías. Enfatiza el hecho de que no se puede divorciar la vida económica de los hábitos culturales, indicando que estamos en una era en la que el capital social es tan determinante como el financiero, por lo que solo aquellas sociedades con un alto grado de confianza social serán las que puedan crear organizaciones empresariales capaces de competir en la nueva economía global, porque tienen, ante todo, capital social, ese cúmulo de pequeñas dosis de confianza que “fluye entre la sociedad, que lubrican las relaciones políticas, sociales y empresariales, y determinan las posibilidades de éxito de todo un país”.
La reflexión no es nueva. Lo mismo subraya Lawrence Harrison en su libro El subdesarrollo es un estado mental (1985) y en otra obra conjuntamente escrita con Samuel Huntington titulada La Cultura Cuenta: Como los valores construyen el progreso humano (2000). En ambos libros comprueban que la principal razón por la que algunos países y grupos étnicos están mejor que otros se encuentra en los valores y hábitos culturales que afectan poderosamente su desempeño político, económico y social.
Demostrado, pues: “Meter la yuca no paga”. La pregunta es: ¿Cómo hacemos capital social?