¡Tráfico! ¿Qué coste es mayor?

¡Tráfico! ¿Qué coste es mayor?

No hay almuerzo gratis. Una vida sin atascos viales tiene costes.

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Resumen Automático

31/07/2025 00:02
Fuente: Prensa Libre 

Hace treinta años, Guatemala enfrentaba una encrucijada silenciosa, una oportunidad que jamás se tomó pero que, de haberse materializado, podría haber cambiado radicalmente el rostro y el ritmo de vida en la zona metropolitana. Imaginemos que en ese entonces los cuatro o cinco municipios que conforman la zona metropolitana hubieran acordado proponer al Congreso un arbitrio de circulación de vehículos: una contribución anual de mil quinientos quetzales por automovilista, canalizada directamente a un plan ambicioso de desarrollo vial.

No hay almuerzo gratis. Una vida sin atascos viales tiene costes.

Hoy, calculando de manera conservadora, la zona metropolitana registra aproximadamente dos millones de automovilistas. Si ese arbitrio se hubiera cobrado de manera constante durante tres décadas, los fondos hubieran ascendido a la asombrosa cifra de más sesenta millardos de quetzales. Con semejantes recursos, el horizonte de posibilidades se habría expandido enormemente: desde la construcción de una red de metro moderna, la expansión del Transmetro hasta su máxima capacidad, la edificación de puentes y túneles para aliviar cuellos de botella, la creación de ciclovías integradas y la adquisición estratégica de franjas de terreno a lo largo de las principales calzadas y bulevares, asegurando espacios para obras futuras y evitando la especulación inmobiliaria que hoy encarece cualquier mejora.

No obstante, la realidad es muy distinta. Durante décadas la disfuncionalidad de nuestro proceso político ha condenado a millones de personas a un círculo vicioso de congestión y desgaste. Los atascos interminables no solo drenan la paciencia y el ánimo de los habitantes, sino que implican una pérdida abrumadora de tiempo: unos seiscientos millones de horas al año atrapadas en el asfalto, con motores encendidos y el estrés como compañero. Esas horas, de haber sido liberadas por un sistema de transporte eficiente y moderno, podrían haberse invertido en productividad, en descanso, en vida.

El costo oculto de esta inacción no es solo temporal. La contaminación del aire es palpable: los automovilistas respiran el CO2 que sus propios vehículos emiten, deteriorando su salud y la del entorno. A esto se suman los accidentes viales, heridos y muertes que, año tras año, engrosan una estadística dolorosa y evitable. Todo ello es el precio de no haber apostado a tiempo por un sistema de movilidad integrado, sostenible y digno.

Ante esta realidad, la pregunta es inevitable: ¿qué coste es preferible asumir? ¿El de un arbitrio municipal de circulación, razonable y orientado al bien común, o el de una metrópoli asfixiada por su propio tránsito, con habitantes exhaustos, calles saturadas y un futuro incierto?

La alternativa ya la vivimos: una urbe al borde del colapso, donde el tiempo se diluye entre bocinazos y el aire que respiramos es, literalmente, el humo de nuestras propias decisiones omitidas. Urge aprender la lección y preguntarnos, con honestidad, si estamos dispuestos a seguir pagando el precio de la inacción o si, por fin, optaremos por construir la ciudad que merecemos.

Esto no dependió hace treinta años ni depende ahora solamente de los gobiernos municipales. La Constitución establece que los arbitrios solo pueden aprobarse por el Congreso y un régimen jurídico e institucional ad hoc para concebir, planificar y ejecutar un gran proyecto vial para la zona metropolitana requieren de una decisión de Estado. ¿Qué podemos esperar de algunos de esos partidos políticos a los que el bien común es lo que menos interesa? Ojalá que no sean otros treinta años de atascos.

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