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Fuga de reos: ¿Conspiración o negligencia estatal?
La reciente decisión del Ministerio de Gobernación (Mingob) de ofrecer hasta Q3 millones como recompensa por información que conduzca a la recaptura de los 20 reos fugados de la cárcel Fraijanes II plantea una pregunta que causa indignación ciudadana: ¿a cuenta de qué se destinan fondos públicos para cubrir negligencias estatales? Los impuestos […]
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La reciente decisión del Ministerio de Gobernación (Mingob) de ofrecer hasta Q3 millones como recompensa por información que conduzca a la recaptura de los 20 reos fugados de la cárcel Fraijanes II plantea una pregunta que causa indignación ciudadana: ¿a cuenta de qué se destinan fondos públicos para cubrir negligencias estatales?
Los impuestos que la ciudadanía paga con esfuerzo no son una caja chica para remediar fallas del sistema penitenciario. Son recursos destinados, por mandato constitucional y por principio ético, al desarrollo social en temas de educación, salud, infraestructura, justicia y seguridad preventiva. No para tapar la falta de gobernabilidad en las cárceles del sistema, las cuales se han convertido en la “escuela del crimen”.
La fuga masiva en Fraijanes II no es un hecho aislado, más parece una conspiración para desestabilizar al gobierno. Es el síntoma de un sistema carcelario colapsado, sin inversión estructural, sin controles efectivos, sin transparencia. Y ahora, en lugar de asumir responsabilidades, el Estado traslada el costo de su fracaso a la ciudadanía, disfrazándolo de “recompensa”.
¿Dónde están los protocolos de seguridad? ¿Dónde está la auditoría de personal? ¿Dónde está la rendición de cuentas por parte de los funcionarios responsables? La ciudadanía merece respuestas, no solo llamados a colaborar con información. Porque colaborar no es pagar por el error ajeno.
Q3 millones podrían financiar becas escolares, equipar centros de salud, reparar caminos rurales. Podrían fortalecer la prevención del delito, no solo reaccionar ante él. Pero en Guatemala, la reacción suele costar más que la prevención. Y siempre la paga el pueblo que mes a mes es ahorcado por una Superintendencia de Administración Tributaria (SAT). El ciudadano trabaja y paga grandes cantidades de impuestos que deben ser invertidos en desarrollo social, pero en este caso eso no sucede.
Y aquí conviene hacer una comparación clara. En la iniciativa privada, una decisión como esta sería un pecado capital. Ninguna empresa puede disponer de sus ingresos, menos aún de fondos fiscales, para cubrir ineptitudes que encubran fallas estructurales. Sería inadmisible, incluso motivo de sanción o quiebra. ¿Por qué entonces el Estado puede decidir usar millones de quetzales para remediar una fuga que bien podría ser resultado de negligencia… o de una conspiración?
Desviar esos fondos es más que una mala decisión, es una traición al mandato público. Ese dinero debería salir de los bolsillos de los corruptos que permitieron la fuga de reos peligrosos, líderes de maras que han sido oficialmente declarados como terroristas por el Estado de Guatemala. No de los contribuyentes que esperan servicios básicos, seguridad y justicia.
Pero lo más indignante es ver cómo, en medio de esta crisis, aparecen los “politiqueros” de siempre. Los que no ofrecen soluciones, pero sí discursos. Los que aprovechan el caos para posicionarse, para lucrar con el miedo, para convertir un problema de seguridad nacional en una plataforma electoral. La fuga de estos 20 reos no es solo una falla operativa, es una amenaza directa a la paz social, a la seguridad ciudadana, a la institucionalidad misma. Y no se resuelve con propaganda ni con cheques en blanco.
Y si hablamos de institucionalidad, no podemos ignorar que el desastre del sistema penitenciario es solo una parte del problema. El otro es la justicia. Porque mientras las cárceles colapsan, hay jueces que se prestan al juego de los delincuentes. Que otorgan medidas sustitutivas, beneficios procesales, privilegios carcelarios. Que permiten que los cabecillas vivan como reyes, con celulares, visitas ilimitadas, comida especial y acceso a redes criminales desde su celda. Todo esto ocurre porque saben que no pasa nada. Porque la impunidad es la norma, no la excepción.
Mientras tanto, en países vecinos como El Salvador, el enfoque ha sido radicalmente distinto. Allá, los mareros son tratados como lo que son, estructuras criminales que han sembrado terror. Se ha optado por una política de mano dura, incluso a costa de los derechos humanos. Pero lo que sí es inaceptable es que aquí, en Guatemala, se les trate con guantes de seda, mientras ellos no se tientan la conciencia para matar, robar, violar y extorsionar a ciudadanos correctos.
Este gasto no solo es cuestionable: es un precedente peligroso. Si cada fuga, cada negligencia, cada omisión va a resolverse con dinero público, ¿qué incentivo tiene el Estado para corregirse? Lo que se necesita es que llegue un funcionario que tenga la convicción de querer cambiar un sistema podrido y que deja muerte, luto y dolor entre la mayoría de la población.
La seguridad ciudadana no se compra con recompensas. Se construye con instituciones sólidas, con funcionarios responsables, con políticas públicas que prioricen el bien común. Y sobre todo, con respeto al contribuyente que paga impuestos para un fin, no para tapar los desaciertos de un Estado que no funciona por esos “politiqueros” que llegan a cargos para convertirse cada cuatro años en los nuevos ricos de este país.
La ciudadanía no debe pagar dos veces, primero pagando sus impuestos mensualmente, luego con su indignación porque esto que ha sucedido si es algo inaudito que nos deja en la mira del mundo, como uno de los seis países más corruptos de la región latinoamericana. Algo que no les importa a los políticos que usan de botín su participación como entes que deberían de velar por el desarrollo social y colectivo.