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Mareros terroristas ¿para qué?
Una solución alternativa sería crear el delito de “terror público”, definido como acciones cometidas por grupos organizados que generan pánico en la población.
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Los diputados se afanan en promover un debate inútil por aprobar una norma que no tendrá mucho impacto: la declaración de ciertas maras como terroristas.
Es esencial aumentar las penas para menores que cometen homicidios, y que sean trasladados a las cárceles al cumplir la mayoría de edad, en lugar de mantenerlos en reformatorios juveniles.
El delito de terrorismo ya está tipificado en el Código Penal, independientemente de cómo esté redactado, y si gusta o no. Cualquier persona que realice acciones que se ajusten a ese supuesto puede ser procesada legalmente. Por lo tanto, no tiene sentido hacer una declaración de este tipo sobre un grupo específico por varias razones. Primera, porque no contamos con la capacidad de emprender acciones internacionales como las que sí emplean la UE o los EE. UU., que pueden implementar medidas como congelar cuentas, promover búsquedas internacionales, prohibir ciertas actividades o incluso usar la fuerza contra quienes sean declarados terroristas. Razones por las que elaboran sus listas de actores y organizaciones terroristas. Segunda, el Código Penal guatemalteco sanciona acciones delictivas, no simplemente la pertenencia a un grupo, ya que se debe demostrar primero que realmente se forma parte de dichas organizaciones, lo que trae en jaque, entre otras cosas, a la justicia salvadoreña y la detención de mareros.
Hay diversas propuestas para reducir el ámbito de acción de los grupos delictivos, pero parece que los diputados no quieren abordar el problema de fondo, y prefieren debatir teorías para mostrar que están preocupados. Podrían, por ejemplo, incrementarse las penas para aquellos que posean, introduzcan o permitan el ingreso de celulares en las prisiones, y que esas sanciones sean el doble para quienes son responsables del control de la cárcel. También es esencial aumentar las penas para menores que cometen homicidios, y que sean trasladados a las cárceles al cumplir la mayoría de edad, en lugar de mantenerlos en reformatorios juveniles. La portación ilegal de armas y su uso irresponsable no debería poder acogerse a la aceptación de cargos como medio de reducir el castigo, sino que tendrían que cumplir las penas señaladas, que también podrían aumentarse.
El fiscal de delitos contra la vida dijo que el 99% de los homicidios se cometen utilizando motocicletas, lo que pone de manifiesto la necesidad de limitar el uso de motos sin placa, sin licencia de conducir o con exceso de pasajeros, algo muy sencillo pero que tampoco se aborda. Por último, el dinero de extorsiones y otros delitos se blanquea en el sistema financiero, por lo que una ley para detener esto ayudaría a reducir la capacidad de acción de muchos delincuentes dentro y fuera de las cárceles. En definitiva, el problema radica fundamentalmente en la falta de control de los establecimientos penitenciarios y en leyes —y tribunales— que no cumplen con sus obligaciones. Y aunque la explicación es sencilla, parece no haber mucho interés político en arreglar el problema, ya que una parte significativamente importante del financiamiento electoral proviene de sectores delincuenciales o corruptos, y cerrar estos canales significaría la desaparición de muchas agrupaciones políticas. Por lo tanto, para nuestros “honorables” es más cómodo perder el tiempo debatiendo trivialidades. Arreglar el problema es sencillo, pero no rentable políticamente hablando. Cuando no hay beneficio pero sí un costo importante, es más fácil postergar las reformas. Una solución alternativa sería crear el delito de “terror público”, definido como acciones cometidas por grupos organizados que generan pánico en la población organizados, sin los requisitos vinculatorios que incorpora la definición de terrorismo tradicional.
Existen soluciones, pero falta voluntad, capacidad y ganas. Ahora asistimos a una pérdida de tiempo que emboba a algunos, distrae a otros y satisface a delincuentes, tanto a los encarcelados como a los que ocupan cargos públicos, que ya no se sabe dónde hay más.