El origen del crecimiento moderno

El origen del crecimiento moderno

Un movimiento que unió la curiosidad científica con la ambición práctica.

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Resumen Automático

30/10/2025 00:01
Fuente: Prensa Libre 

La Revolución Industrial fue más que solo una ráfaga de inventos; impulsó el inicio de un crecimiento sostenido que transformó al mundo. Joel Mokyr, historiador económico premiado con el Nobel en 2025 y uno de los intelectuales más finos en el estudio del progreso tecnológico, sostiene que la clave no está en el vapor o el carbón, sino en una revolución previa; una transformación en la manera de pensar y de producir conocimiento útil.

La idea de que el conocimiento debería servir para mejorar la vida humana.

En The Intellectual Origins of Modern Economic Growth (2005), Mokyr explica que antes de la transformación en los métodos de producción, en Europa se dio un cambio de mentalidad. Durante el siglo XVIII surgió lo que llama la Ilustración industrial; un movimiento que unió la curiosidad científica con la ambición práctica. Inspirados por el programa baconiano —la idea de que el conocimiento debería servir para mejorar la vida humana— proliferó la práctica de observar, medir y clasificar el mundo con un propósito aplicado.

Este proceso multiplicó lo que Mokyr llama “proposiciones útiles”; fragmentos de conocimiento verificable sobre cómo funcionan las cosas. Pero no bastaba con que surgiera conocimiento; sería necesario reducir los costos de acceso. Con otra innovación institucional de la Ilustración, el conocimiento dejó de estar encerrado en gremios, monasterios o cortes y comenzó a circular. Libros técnicos, revistas, sociedades científicas, ferias industriales y redes de correspondencia crearon un ecosistema de intercambio y polinización. La reducción del costo de encontrar, entender y aplicar conocimiento potenció la capacidad de combinarlo con otros y producir algo nuevo.

Mokyr subraya que esta difusión no dependía de grandes descubrimientos aislados, sino de miles de microinnovaciones acumulativas. Cada mejora —una válvula más precisa, un pigmento más estable, un método contable más eficiente— generaba un nuevo punto de partida. El progreso se volvió un proceso autoalimentado porque los rendimientos del conocimiento crecían con el uso en aplicación y la comunicación.

La cultura científica abierta también jugó un papel esencial. Las normas de la “República de las Letras” —publicar los métodos, permitir la réplica— crearon confianza en la validez del conocimiento. Esa confianza hizo que empresarios, inventores y mecánicos se atrevieran a aplicar principios científicos a la producción, sabiendo que las ideas venían de fuentes confiables y podían ser corregidas con evidencia.

Mokyr no idealiza la relación entre ciencia y tecnología. Sabe que muchas innovaciones surgieron de la práctica, no del laboratorio. Pero la diferencia crucial del mundo moderno fue que la ciencia y la técnica se retroalimentaron dentro de una misma estructura intelectual y social: universidades, imprentas, talleres y asociaciones compartían un lenguaje común. La innovación dejó de ser episódica y se volvió más acumulativa.

La conclusión de Mokyr es simple y profunda; si bien el crecimiento moderno depende de las instituciones económicas, las instituciones del conocimiento juegan un papel importante. Sociedades que reducen la fricción para acceder, verificar y aplicar ideas —mediante educación, apertura y reconocimiento del mérito— son las que logran sostener la innovación.

En tiempos en que se invoca la “economía del conocimiento”, vale recordar lo que Mokyr muestra con evidencia histórica; el progreso nace menos del gasto en investigación, que de la cultura que convierte el saber en algo accesible, verificable y recombinable. Esta cultura, en combinación con un marco social que premia el mérito, abrió la puerta a la modernidad.