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¿Ingobernabilidad, hasta dónde?
Ya se regó la bola: El bloqueo como herramienta de presión se ha institucionalizado. Se permite uno, se permiten todos.
En la Guatemala de nuestros días, la gobernabilidad parece un deporte extremo. Las reglas son simples: si quieres que te escuchen, bloquea los accesos estratégicos. Si además cierras un hospital y colapsas la ciudad, mejor aún. La lógica es clara y se repite como una fórmula mágica: caos = atención. Y si ese caos genera pérdidas multimillonarias para todos los demás ciudadanos, enhorabuena, has aplicado con éxito la política de la extorsión legítima.
Y, en medio del desfile caótico, la gobernabilidad se queda atascada en el lodo politiquero, sin garrote, sin ley y sin respeto.
La semana pasada fue el turno de las tortillerías y del famoso CUI —el “código único de identidad”—, que, hasta la fecha, nadie logra explicar con claridad, ni siquiera quienes lo impulsan. Días antes, las protestas eran porque el Congreso, en un acto de amor propio legislativo…, decidió subirse el sueldo a más del doble.
Lo cierto es que, entre bloqueos, plantones y gritos con megáfono, el país avanza como puede… o mejor dicho, como lo dejan. La libre locomoción es una leyenda urbana, y el respeto al derecho ajeno, un misterio cósmico. ¿Conciliar el derecho a protestar con el derecho a circular? Lamentable admitirlo, pero es un dilema constitucional intocable.
El problema de fondo no es la protesta, que es un derecho, es la impunidad del método. En un Estado funcional, manifestarse no puede incluir clavar clavos en el asfalto o encadenarse a un tráiler. Pero en el nuestro, cualquier intento de aplicar la ley es rápidamente tildado de represión, violación a los derechos humanos y regreso al oscurantismo. El garrote del orden público se guarda, no sea que los hashtagswokes se enojen.
Mientras tanto, los grupúsculos –que en Guatemala son como los zompopos de mayo– salen con sus listas de demandas, sus pancartas, sus piedras y su admirable capacidad de colapsar ciudades con 10 personas y una llanta quemada. Esta vez fue el sindicato del Hospital General San Juan de Dios, exigiendo un aumento de Q2 mil 500 mensuales para 45 mil trabajadores del sector de la salud. Total, anual: Q1 mil 600 millones.
El Gobierno, con su típica elegancia de elefante en cristalería, ya habría tomado desde antes el control de la negociación, pero como el diálogo requiere paciencia, atención y algo de voluntad, mejor se levantaron de la mesa hace meses. El resultado era predecible: demandas que se agrandan, conflictos que se enquistan y ciudadanos que pagan los platos rotos, otra vez.
El bloqueo como herramienta de presión se ha institucionalizado. Se permite uno, se permiten todos. Mientras tanto, el pequeño agricultor, que vive de vender su cosecha cada día, ve cómo se le pudren sus verduras, el transportista pierde sus entregas y el comerciante sus ventas. Las pérdidas por hora de bloqueo ya se midieron hace años: multimillonarias. Ahora nadie está contando.
Y, como guinda del pastel, un reportaje de Prensa Libre nos recuerda que los famosos Codedes, diseñados para llevar desarrollo al interior del país, apenas han ejecutado el 0.98% del presupuesto aprobado: Q12 mil 269 millones que duermen el sueño eterno entre papeles, sellos y comisiones sin postulación. Argumentos a la hora de negociación con los sindicalistas de salud pública…
Mientras tanto, Puerto Quetzal colapsa, la cola de barcos continúa, la corrupción sigue oliendo a pescado podrido y el gobierno del presidente Arévalo no da señales de tener una brújula funcional. Se tapa un hoyo para que otro se abra. Y en medio del desfile, la gobernabilidad se queda atascada en el lodo politiquero, sin garrote, sin ley y sin respeto.
Y sin embargo, la fórmula sigue siendo sencilla: garrote, orden y ley. Pero claro, eso sería gobernar.