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Ideología, hipocresía y odio
La polarización social, alimentada por muchos partidos políticos, nos empuja hacia extremos peligrosos, algo visto en otros momentos históricos con consecuencias nefasta.
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El asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos y el internamiento hospitalario del expresidente Giammattei en Guatemala ponen de relieve el debate sobre el odio y la ideologización de las opiniones, tanto nacionales como internacionales. George Orwell describió esta dinámica en su libro 1984, refiriéndose a los “dos minutos de odio” que permitían a los ciudadanos de Oceanía liberar su angustia y rencor hacia sus enemigos.
No son aceptables una izquierda asesina ni una derecha criminal; pierden sentido cuando se justifica la muerte de un ser humano.
La polarización social, alimentada por muchos partidos políticos, nos empuja hacia extremos peligrosos, algo visto en otros momentos históricos con consecuencias nefastas. En estas situaciones, se cultiva un rechazo visceral hacia el adversario, en una especie de justificación de creencias solo sustentadas en una violencia irracional y expedita. El diálogo se pierde, y el insulto, la descalificación y la agresión se convierten en lo más importante y casi único de cualquier opinión. No son aceptables una izquierda asesina ni una derecha criminal, ya que ambos extremos pierden todo sentido ideológico cuando se justifica la muerte de un ser humano con cualquier fundamento.
Uno de los errores conceptuales históricos de la humanidad ha sido considerar la vida como un derecho más. En realidad, la vida es la condición necesaria para que existan otros derechos, y por eso debe situarse en un plano superior. Ponerla al mismo nivel que la propiedad o la libertad de expresión conlleva el riesgo de que se pueda suprimir —como ocurre con aquellas— en ciertas circunstancias.
No se puede estar en contra del aborto y a favor de la pena de muerte o viceversa. Si se respeta la vida, es necesario hacerlo de manera absoluta, sin acomodar ciertos principios para justificar acciones que calmen la conciencia o abrillanten el alma. El liberalismo es la única doctrina que sienta las bases del irrestricto respeto por el ser humano y su derecho a buscar de la felicidad.
La violencia, sea asesinar a un feto o ejecutar a un delincuente, no tiene justificación en un mundo con principios liberales, precisamente por el valor supremo de la vida. La muerte de Kirk o el deseo de sufrimiento para Giammattei no deben tener cabida en un debate mínimamente racional, a menos que se reemplacen valores y razones por pasiones, creencias y odio, lo cual es lamentablemente promovido por ciertos personajes y desde tribunas extremistas de ambos lados del espectro político.
Lo más desafiante de entender es que ese debate suele darse en sociedades que celebran piadosas jornadas de oración o están fuertemente influenciadas por iglesias, como Estados Unidos y Guatemala. Muchos de quienes proclaman su fe en un dios bondadoso justifican, en su nombre, normas o prácticas destructivas de la vida, aunque reconocen que no les pertenece, lo que refleja una enorme incongruencia.
Es decepcionante leer o escuchar a personas que desean el sufrimiento ajeno y la peor de las muertes a Giammattei o justifican el asesinato de Kirk, y verlas más tarde criticar las muertes producidas en el conflicto Israel-Hamás en Gaza. No hay justificación, en ningún caso, para sostener tal odio, independientemente del daño o acción punible que pudiera haberse cometido por cualquiera de ellos.
El respeto por la vida no debe estar condicionado a las acciones del individuo, sino basarse en un principio general que está por encima de la adaptabilidad ideológica o de la aceptación social.
Estamos frente a actuaciones pasionales que deshumanizan y conducen a comportamientos extremos que suelen generar respuestas similares. En este contexto, es crucial reflexionar y actuar según preceptos, no por arrebatos, y ubicar la vida en el peldaño que realmente le corresponde. No hacerlo conduce inevitablemente a la destrucción.